Disciplina China

viernes, 4 de diciembre de 2009

LA LECCIÓN DE PIANO

la lección de piano LA LECCIÓN DE PIANO

Aquella mañana de principio de otoño me levanté y me senté a los pies de mi cama. Mi cabeza sólo hacía que pensar en Turandot, aquella mujer que conocí como sumisa y que el paso de los días me condenaba o no verla y, lo que es peor, no tenerla quizás nunca a mi lado. El archivo adjunto del disco duro está en mi cabeza que la recuerda en una carpeta que lleva su nombre, con las semanas que anduve buscándola en las conversaciones donde, a veces ,le corregía su falta de entrega aunque eran sus silencios los que me confesaban su alma oculta de sumisa fervorosa de entregarse a mí, como Señor para convertirme en Amo; como el espíritu que desea ser guiado por la senda infinita de la que le hablé y ella se sintió atraída por las formas de mis palabras y mis hechos que sólo trataban de que se sintiera cómoda y al mismo tiempo relajada, pausada en esa tranquilidad que preciso para Turandot y a la vez para complacer a la sumisa que lleva dentro. Todas esas palabras y frases se grabaron en mi cabeza con el fracaso de no poderla llegar ni poderla tocar, en la medida de que una espiral, como un tornado, convulsionaba mi mente en la búsqueda de la respuesta a la pregunta:”¿En qué pude equivocarme con Turandot?”.

El otoño despertaba en mi corazón y caían las hojas de la esperanza inerte donde casi ni sentía que estaba vivo y miraba en mi interior para buscar mis sentimientos vanos o estériles que me avisaban de la falta de vida con un hondo abismo roto sólo por la inoportuna erección matinal, anunciada con un orgullo prepotente con ganas de sexo y que a veces deseo ignorar por no poder desconectar el chip que anule ese instinto en mis momentos de soledad y tristeza que me acompañaban al recordar a Turandot. La ausencia desmedida que me dejó en mi ser me hacía sentir un tremendo vacío difícil de explicar y mucho más de escribir, donde a veces uno se siente como extraño en un mundo materialista que quisiera parar y detener para llegar a tocar y llegar a ver a Turandot; aquella mujer que nunca vi y aunque es verdad que no sé escribir en un papel lo que sentí por ella pero tuve ganas de volverla a recordar y aferrarme a lo único que tenía suyo dentro de mí que era el tono de su voz, junto con sus imágenes, sus gestos y sus maneras de ser y saber estar de sumisa. En ese ansia me levante y me vestí para ella sin que sus ojos me vieran, donde mi impotencia quiso traspasar la fibra de Internet para tocarla, besarla y atarla con mi camisa roja de raso de seda, en un gesto que sé que recordará y, quizás, tardará en olvidar.

Me senté delante de mi piano -un Petrov con las siglas 127 que perteneció a la mismísima Tatiana Nicolayeva-, levanté la tapa y cerré los ojos con mi cuerpo en posición curvado, casi fetal, con mis manos en mis piernas. Empecé a notar un sobrecogimiento sobre mí mismo donde necesitaba estar solo y recopilar todos esos momentos y sensaciones que tuve a lado de Turandot en aquella senda infinita trazada por mí. Mis manos se elevaron lentamente y en el aire empecé a dibujar la clave de fa en la cual el tono de la voz de Turandot se movía cuando me hablaba por teléfono que era lo que más cerca y tangible recordaba; en ese momento empecé a tocar el piano como queriéndola escribir a través de mi corazón callando la boca mientras mis ojos cerrados la imaginaban en aquella melodía que mis dedos dibujaban con una sonata donde la música salía de mi interior hacia fuera y la expresaba con mis dedos pensando en la sumisa perdida. Imaginé que eran teclas de un piano las vértebras de su columna, que eran mis manos quien le trasmitía esos sentimientos en mi silencio al tocar su espalda desnuda mientras mi corazón se extendía por mis brazos hasta llegar a las extremidades de mis dedos que acariciaban su sutil espalda que dividida por su columna tocaba y ponía forma a su imagen y al resto de su cuerpo. Era la extensión de mis sentimientos concentrados lo que salían por mis dedos y lo expresaba en la música como el profundo sentido que por Turandot tuve y que jamás pude confesar.

En ese interludio donde mi corazón se fundía con la imagen suya que dibujaba al piano y que coincidía con la mujer que recordaba, oí unos pasos que al compás de la música que tocaba me marcaba el tempo de mi composición, como si el ruido de aquellos tacones fueran el ritmo del suave latido de mi corazón y fuera el nombre de Turandot la composición de mi sonata. Se rompió mi inspiración cuando justo al unísono se detuvo el paso de los zapatos a la vez que una mano interrumpió mi composición tocándome mi hombro, queriéndome acariciar con su leve peso y, entonces, desperté de mi sueño real abriendo mis ojos cuando, incomodado, me giré, bajé la mirada al suelo y me di cuenta que aquellos zapatos de vertiginoso tacón sólo podían ser llevados sin temblar los tobillos y con paso firme marcando mis compases en una lección de iniciación y aprendizaje de D/s donde Turandot caminaba en exclusiva para mí –esta vez-, a golpe de fusta y metrónomo. Esos zapatos tenían la prolongación en sus bonitas piernas y se extendían por sus muslos con unas medias negras de rejilla que mis manos alcanzaron suavemente a tocar mientras estaba sentado y Turandot como una artemisa sumisa, quieta como una estatua, estaba delante por y para mí. Concediéndome su pecho desnudo, su sexo carnoso con el cuerpo erguido en una mujer hermosa de silueta firme como deseaba en su entrega.

Supuse por su cabeza agachada y su mirada perdida en el suelo que necesitaba ser complacida de la sumisa que llevaba dentro ya que nos conocíamos tan bien que callábamos nosotros cuando hablaban los corazones en silencio y Turandot evitaba las miradas por el castigo que le pudiera infringir porque en ese momento me había convertido en el Amo y Señor que dejaba atrás mis sentimientos para ser cariñoso pero a la vez severo en el trato que ella me pedía para complacerla y así mismo darme el placer de serme obedecido. Pero no deseaba acelerar el tiempo en desearla ni en poseerla sino que lo quise retrasar hasta congelar el espacio en el cual estaba con ella y ella conmigo por su satisfacción y para este momento mágico no pudiera olvidar el gozo ni el placer. Sabía lo que necesitaba Turandot y quería complacerla entregada a mí en cuerpo y alma de sumisa que tenía, por eso tanto deseaba en poseerla: Por su alma fervorosa de sumisa.

Me levanté de la butaca de mi piano cogiendo a Turandot de su mano, la conduje hacia la pared y la sometí con un gesto silencioso a que estuviera allí con la cabeza agachada. No se movió durante duró mi ausencia, condenada entre su pecho y la pared silenciosa y fría mientras fui al costurero a por una tijeras. Con paso sigiloso me acerqué por detrás, toqué sus labios y los dibujé con mi dedo índice a lo cual Turandot entreabrió su boca y humedecí mi dedo con su húmeda lengua, ansiándome tocar uniendo mi tacto con su lengua que ardía no sé de placer o de fundirse conmigo. Ese mismo tacto me sirvió para dibujar un corazón en su espalda con mi dedo índice empapado a lo cual Turandot no supo disimular el escalofrío que recorrió su cuerpo y fue entonces cuando reconocí que ella precisaba algo más de mí, para no olvidarse de mis caricias ni de mi amor pero también necesitaba entregarse en la medida que necesitaba ser iniciada, sin angustias ni ansiedades por eso no le vendé los ojos, lo cual le daría más confianza en mi tacto y mi cuidadoso toque con ella. No olvidaba que Turandot nunca fue atada e hice esto con un especial tacto y delicada suavidad ya que no quería que tuviera mal recuerdo por marcas o moraduras innecesarias aunque si bien es verdad que hubiera añorado quitarle las medias y atarla con ellas, ya que la lycra tiene la facilidad de que a través de su textura la inmovilización es sólo aparente y la sumisa se puede mover con libertad y por lo tanto no se ve tan atosigada y por lo tanto menos angustiada.

Me quité entonces la camisa roja de raso de seda mientras Turandot seguía de espaldas a mí, delante de aquella pared cuando puse sus manos en su espalda con un gesto de saber sentirse atada. La tela de raso tiene la particularidad que por su textura es fría y por la seda es fina al roce de la piel pero sin perder la fuerza de su consistencia. Cogí las tijeras, corté el cuello y se lo puse y abroché como si de mi collar se tratara. También corté ambos puños que puse en las muñecas de Turandot para abrochar con sus botones y proteger así las marcas posteriores de los nudos. Corté las mangas a la altura de la sisa y de cada manga de mi camisa salieron dos tiras de 1,65 cm cada una. Utilicé una de esas tiras para atarle una muñeca en un extremo y el otro bordeé sus pechos por la parte inferior para volver por su espalda y rodear sus pechos esta vez por la parte superior para terminar la otra extremidad con un nudo en su otra muñeca. Repetí la misma acción con la otra tira de tela en su otra muñeca. De la parte posterior de mi camisa roja recorte el cuartero de la espalda y de allí saqué una tira de 6,30 metros. Con un nudo uní sus muñecas y subí la tira de tela por el medio de su espalda hasta su cuello donde lo rodeé por delante como si fuera un collar para volver por su espalda otra vez a anudar en sus muñecas, esta vez tensando la tela como si fuera una cuerda y sujetando su cuello para mantenerlo firme. La misma tela me sirvió para bajarla por ambas piernas entre el canal de su trasero y pasarla por delante de su sexo. Abrí con sumo cuidado sus labios inferiores para pasar la tela entre ellos a la vez que tensaba la tela y la pasaba por sus labios superiores cuando comprobé que la tela se empezaba a humedecer y su color rojo se tornaba en burdeos justo al llegar a su clítoris. Turandot seguía sumisa evitándome la mirada con el miedo a ser castigada por no poder reprimir el placer ni el éxtasis de la líbido que en ese momento estaba sintiendo de mis manos y del roce de la tela que subía por entre medio de sus pechos para unir las lazadas que rodeaban su pecho y anudarla allí para mantener así sus pechos firmes y tiesos. Con un suave gesto levanté su cabeza aunque Turandot tuvo miedo de mirarme directamente por eso sus ojos seguían sumisos sin atreverse con osadía sumida en su iniciación. Seguí hasta su cuello, -otra vez-, hasta volverle hacer otro collar con mis imaginarias iniciales y terminar por su espalda en sus muñecas. La tela que sobraba, como una cuerda, me servía para dominarla y mantenerla bajo mi dominio, sujetándola como si me perteneciera ya que Turandot se sentía deseada presa de mi dominio y sus emociones que no podría ocultar cuando me di cuenta por mis ojos que estaba tan excitada como húmeda y mojada y necesitaba ser dominada. Con un suspiro que exhaló su pecho, pero desde el fondo de su corazón, me anunció que necesitaba ser entregada a mí como Señor que tácitamente y en secreto me había convertido en su Amo, entonces la conduje guiada por la tela en forma de cuerda hacia mi piano. La senté de rodillas en la butaca con las piernas abiertas y le levanté con mis manos el pecho y la cara para mantener su tronco erguido con la mirada puesta en las teclas de mi piano. Presencié un momento su postura y me encantó tenerla sentada delante del piano, atada con una parte que había sido de mí y que ahora le pertenecía, con las medias negras de red que tanto me gustaban para poseerla y amarla entre mis brazos y señalando todo esto hacia mí, apuntándome, estaban los tacones puntiagudos de sus zapatos negros. Un instante de placer y de deseo pasó por mi mente para romperlo todo y darle paso al desenfreno de mi locura donde, sin duda, la hubiera desatado de todo para darle libertad y rienda suelta a mis ganas de besarla en un mismo ser donde las lenguas de pasión se funden en un mismo yugo que arde y prende la chispa antes de hacerle el amor.

Me cloroformé en ese momento de pasión donde la entrega de Turandot sólo la notaba por su sexo húmedo y los latidos de su corazón acelerados debido a los sentimientos que estaba sintiendo, cuando empecé acariciarle la piel de su fino trasero con mis manos que dibujaban sus formas redondeadas. Entonces empecé a disciplinarla con mi mano muy lentamente y poco a poco hasta que sus nalgas y sus muslos se tornaron en color uniforme rojo. Noté y supuse que quería algo más de mí para sellar su iniciación y fui a por la fusta que con extremo delicado empecé a azotar sus nalgas con golpes débiles, reiterativos y pausados lo que Turandot asintió con su silencio y con ciertos gemidos. A medida que le infringía el castigo los suspiros de Turandot empezaron a cambiarse en sollozos por la severidad de mi trato y el ruido de la fusta se hacía más agudo y la piel pedía mis marcas para sellar el momento inolvidable lo que dieron paso a sus quejidos. Quise ser cariñoso como Turandot necesitaba de mí pero estricto en el trato como sé que precisaba, por eso cuando la azotaba eran al principio sus gemidos los que callaban mi boca, sus suspiros los que anhelaban mi aliento, sus sollozos los que mi corazón estremecía con sus quejidos marcados en su piel con nuestro dolor.

Rompí mi magia y se desvaneció mi polvo de hadas en un instante, el mismo que dejé de azotarla y con rabia y determinación la desaté de cómo ella se sentía inmovilizada para mí, la abracé tan fuerte como pude dándole el calor de mi cuerpo y la desesperación de mi corazón. Sentada en mi piano, sus ojos me miraron sin miedo y nuestros labios se mordieron y nos sellaron con un beso donde nuestras lenguas se fundieron del calor que emanaban nuestros cuerpos. Sus manos tocaron mi cuerpo prohibitivo para Turandot tocándome el pecho, arañando suavemente mi espalda y sus caricias en mi sexo provocaron mi erección, que no pude reprimir, con su tacto donde la entrega pasó a ser su pasión amorosa para poseerla entre mis brazos, juntándome con ella haciéndole el amor, donde sus gemidos y suspiros ya no eran de dolor sino de gritos de placer por sentirse amada, poseída y deseada por su auténtico Señor y Amo. Nuestros dos cuerpos se unieron en uno mismo, sintieron los dos lo mismo en su Dominación y sumisión, en el dolor y el placer para dar paso a la pasión del amor.

Al terminar de amarla me abracé a Turandot y su pecho contra mi pecho, al lado de mi piano, me hizo sentir que me había convertido en el Señor Amo más feliz y dichoso del mundo.

{Rey}